Por Armando Duarte Moller
El curso que ha seguido el proceso a Emilio Lozoya Austin, ex Director de PEMEX y destacado personaje de la política mexicana en esta década, ha levantado una ola de especulaciones y de comentarios críticos, la mayoría muy interesados, que en mi opinión provocan una densa cortina de humo que impide ver con claridad lo que realmente está en juego con este proceso.
Es reiterado hasta el cansancio el señalamiento a las condiciones supuestamente privilegiadas con que se trata a este personaje acusado de corrupción, de lavado de dinero y de asociación delictuosa, quien, afirman no pocos comentócratas, intelectuales y políticos, debiera ser tratado “con todo el rigor de la ley” y confinado en las mazmorras del sistema penitenciario mexicano. Se señala así como un error garrafal de la fiscalía o como motivo de duda acerca de los verdaderos propósitos del régimen actual, el trato de supuesto privilegio que se le proporciona al permitirle, en los primeros días del proceso, estar confinado en un lujoso hospital y la posibilidad de que pueda enfrentar el proceso en prisión domiciliaria, con lo cual intentan darle base a la hipótesis de que hay ya un pacto de impunidad en marcha.
Ante tal avalancha de opiniones y críticas interesadas, el “ciudadano de a pie” corre el riesgo de caer en la confusión y alimentar dudas acerca de lo que está pasando. ¿Realmente tiene el Estado mexicano la voluntad de ir hasta las últimas consecuencias en este caso? ¿No se tratará, como afirman algunos interesados, de una simple faramalla más? ¿De más atole con el dedo?
Para responder adecuadamente a estas preguntas es necesario, como siempre, ver el asunto en perspectiva. En principio, es claro que Emilio Lozoya es un personaje que por el lugar que ocupó en la estructura de poder en el pasado sexenio, tiene un conocimiento muy amplio acerca de los laberintos de la corrupción del régimen anterior. En ese sentido, la información que pueda proporcionar al actual Estado mexicano resulta invaluable en el marco de su compromiso declarado de derribar las estructuras corruptas del sistema político mexicano y construir nuevas bases sobre las cuales construir un nuevo régimen político basado en principios de honestidad, transparencia y democracia. Es decir. Lozoya es una pieza clave para llevar adelante el compromiso que el actual jefe del Estado mexicano adquirió durante la campaña electoral de 2018 y acatar el mandato popular que en la forma de una multitudinaria votación y un triunfo apabullante logró la actual coalición política en el poder. En ese sentido, este juicio, para el Estado mexicano actual, no es un juicio contra una persona, Emilio Lozoya, sino que es un juicio al viejo régimen político construido a lo largo de décadas y que dominó la vida política y social de nuestro país. El ilustre sociólogo mexicano Pablo González Casanova describe magistralmente las características de este régimen en su ya clásica obra La democracia en México, en la cual establece que la supervivencia y consolidación del régimen político mexicano surgido en 1929 con la creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), abuelo de lo que queda del PRI y que perduró hasta 2018, se basaba en la aplicación de una política frente a la oposición que podría yo resumir en la frase “cómpralo o elimínalo”. Así, los disidentes a ese régimen eran o seducidos e incorporados al sistema, como sucedió con los partidos opositores incorporados al pacto por México, o de plano, perseguidos, encarcelados y hasta eliminados físicamente, como sucedió a Vasconcelos, a Valentín Campa, a Roberto Jaramillo, a Genaro Vázquez o a Lucio Cabañas por mencionar sólo a algunos de los miles de opositores que no aceptaron someterse al régimen. Si no se comprende lo anterior, es difícil entonces apreciar con justicia lo que se encuentra en juego en estos momentos con el juicio a Emilio Lozoya y caer en el error de pensar que se trata solo del juicio a una persona y no del juicio al viejo régimen político.
En segundo lugar hay que tomar en cuenta que el actual régimen, surgido de la victoria electoral del pueblo mexicano de 2018, logró el apoyo popular con base en la promesa, entre otras, de acabar precisamente con la corrupción como condición para dar paso a un régimen auténticamente democrático. La mayoría del pueblo confió y confía aún en el líder de ese movimiento, hoy convertido en Presidente de México. Yo pregunto ¿Creen ustedes que AMLO es tan tonto o tan falso como para dejar pasar esta oportunidad de cumplir con uno de sus más importantes, sino el más importante compromiso con el pueblo de México? Seguramente habrá algunos que respondan que sí, pero son claramente una minoría, esa misma minoría que vocifera día con día y que atiborra su discurso con adjetivos ofensivos y argumentos sin debido sustento porque su mundo se derrumba. La mayoría repito, confiamos en nuestro Presidente, por lo que no debemos albergar duda alguna de que este juicio llegará, en la medida de lo posible, hasta sus últimas consecuencias.
¿Y por qué digo que en la medida de lo posible? Pues sencillamente porque los seres humanos hacemos nuestra historia a partir no de las condiciones que deseamos, sino de las que hemos heredado del pasado. Es decir, tenemos que lidiar en nuestra vida con circunstancias que muchas veces desearíamos que no existieran, pero que están ahí sin remedio. Tenemos un sistema de justicia con muchos problemas producto de décadas de corrupción y autoritarismo, hemos heredado poderes fácticos que tienen mucho poder aún y que ante una amenaza como la que representa este juicio son capaces de cualquier cosa. Entonces, La Fiscalía General de la República y el Estado mexicano en su conjunto hacen muy bien en actuar, particularmente en este caso, con la mayor inteligencia, prudencia y precaución, para no poner en riesgo la viabilidad del proceso y sobre todo, para no comprometer el objetivo principal: convertirlo en un golpe contundente y definitivo al régimen político corrupto, es decir, no perdiendo lo más por lo menos. Es natural que el pueblo, agraviado como lo ha sido por tantos años sienta un deseo hasta cierto punto legítimo de venganza, de ver a los personajes del viejo régimen, como Lozoya, tras las rejas. Pero bien haría el pueblo de considerar que no es sólo Lozoya, que hay muchos más y mucho más importante que Lozoya sobre los cuales debe caer la justicia, y que para aprehenderlos, lo que Lozoya pueda decir es fundamental. Así que los arreglos entre el Estado mexicano y Lozoya, en el marco de las leyes en vigor por supuesto, no deben ser vistos con suspicacia, sino como lo que realmente son, la posibilidad de ir con todo para derribar hasta sus cimientos el viejo régimen político corrupto que durante décadas imperó en nuestro país y que nos ha dejado en este lamentable estado de pobreza, de desigualdad y de vulnerabilidad frente a los poderes económicos.
No se trata pues, del juicio contra Lozoya. Se trata ni más ni menos, que del juicio contra el viejo régimen político corrupto, del cual, Lozoya sólo era una pieza. Hay otras piezas, mucho más importantes y hay que ir tras ellas.
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